El elemento más abundante en el universo, el hidrógeno —el dihidrógeno para ser exactos— aparece en condiciones atmosféricas como un gas invisible e inodoro. Su uso actual se centra principalmente en los sectores químico y petroquímico, en los que el hidrógeno es valorado por sus propiedades químicas.
Así, el hidrógeno se utiliza como reactivo en los procesos de refinación de los crudos en productos derivados del petróleo (desulfuración, hidrogenación), como producto intermediario para la producción de metanol o amoniaco, o como gas reductor para evitar la oxidación en determinados procesos industriales (p. ej., vidrio templado). El mercado mundial se estima en casi 60 millones de toneladas al año, con 1 millón de esas toneladas en el mercado francés, principalmente a partir de gas natural o como un coproducto del petróleo.
Además de sus usos «materiales», el hidrógeno —o dihidrógeno para ser exactos— goza de un interés creciente como vector energético. Al igual que la electricidad, el hidrógeno no es una fuente de energía: debe producirse a partir de un recurso primario: los hidrocarburos, como ocurre mayoritariamente en sus mercados históricos, pero también la bioenergía y el agua.
El proceso de electrólisis del agua, alimentado por una corriente eléctrica, permite separar las moléculas de agua en hidrógeno y oxígeno. Todavía poco extendida, esta vía permite concretamente establecer la relación entre el mundo eléctrico, que se está descarbonizando rápidamente, y el de las moléculas que abastecen el 80 % de la demanda mundial de energía con gas, petróleo o carbón. Como intuía Julio Verne en La isla misteriosa, el hidrógeno presente en el agua puede convertirse en un vector energético clave, utilizado directamente por combustión, en una pila de combustible, o indirectamente, en forma de moléculas recompuestas como el e-metanol o el queroseno sintético.
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